SOLEDAD


Amar la soledad intacta,
la que canta junto a los lirios,
la que se aferra a la tierra y la siente viva.

Un canto de amor a la vida,
de segundos perpetuando la existencia.

Maravilloso silencio que llena el alma y no la angustia,
que crea y confía,
que hace de la espera polvo inexistente,
porque no huye: atesora.

Se vive con amor, con los ojos abiertos,
con el mundo palpitando sobre pétalos
que brillan en un cuerpo llamado hogar.

BUSCAR

 

Como si mi mirada pudiese traspasar los objetos, busco mi chompa con prisa. Envuelta en el deseo de querer rozar nuevamente mi piel en su textura. ¿Cuándo la vi por última vez?

Con la maleta en el suelo, mis manos se convierten en una danza llena de gracia. La ropa sale como si estuviera recitando un poema, y mis manos fueran las palabras. Experimento el vacío y la belleza del gesto.

Pregunto a mis familiares si la han visto. Tal vez alguien la robó del tendedero, observo a los vecinos con recelo, pero... ¿una chompa? Quizá en ella encontraron lo mismo que yo: abrigo, ligereza y esa extraña comodidad que experimenté en su abrigo.

CONTEMPLAR

 

Mi mirada se desliza sobre el mar, como un deseo mudo,

un estar a los pies de la belleza, del vaivén de las olas.
La soledad se disuelve, la brisa abriga:
un estar en el mundo, para el mundo.
Sintiéndome. Abrazándome.

EL GATO

Recurrí a terapia por aquella ansiedad que se encondía en mi garganta, no podía tragar. Los alimentos circulaban con facilidad por mi boca, pero no podía pasarlos. Estuve por dos largos años sujetando aquel terrible miedo de que pronto moriría atragantada, envuelta en pánico y en medio de un acto tan básico como es alimentarse.

Aquel pánico envolvió mi esencia con facilidad. Llegué al punto en el que ni siquiera podía tomar agua. Mi garganta estaba cerrada, aterrorizada y me sentía culpable. 

Culpable porque durante toda mi adolescencia yo me encargaba de que los alimentos salieran de mi estómago con facilidad; al introducir mi dedo índice y medio con énfasis o simplemente, dejando de comer. Es el karma, me repetía. Mientras sujetaba mi cuerpo, envuelto en tristeza y desesperanza. 

El psicólogo examinó mi infancia:

—¿Cuándo has sentido miedo por primera vez?

Le respondí que no lo recordaba. Intenté soltar su mano con total desprecio, pero él fue capaz de sujetarla y presionarla sobre mis recuerdos:

—Cuando era pequeña, dormía en medio de mis hermanos mayores. Por las noches despertaba con miedo. Buscaba con la mirada algún espacio de la habitación que me brindara confianza, pero, por el contrario. Terminaba por ver la silueta de un gato que no se movía, muy cerca de la ventana.

Entonces bajaba de la cama en total silencio e iba a buscar a mi padre: «papi, papi, tengo mucho miedo». Mi padre ni siquiera me hablaba, se levantaba de la cama, me abrazaba y me llevaba de la mano hacia la habitación, para terminar por dormir con nosotros».

­­—¿Le tienes miedo a los gatos? —me preguntó el psicólogo.

­­—No, de hecho, tuve un gato llamado Tulú y lo amaba. 

Su mano seguía presionando mis recuerdos:

­­—Cuando era más pequeña, mi mamá me decía: «Si no comes, va a venir el gato… miau, miau». La advertencia de su voz era clara, pero lo que me aterraba era la amenaza detrás de esa frase. Si no comía, si no terminaba la comida en mi plato, el gato vendría. ¿Y qué hacía el gato? No lo sabía, pero el simple hecho de que ella lo mencionara, me aterraba. Así que comía con prisa, para evitar que el gato me alcanzara.

El psicólogo me hizo entender que, quizás, ese miedo no venía solo de un gato real. Había algo más detrás de esas noches en que no podía dormir tranquila. Ese gato, que nunca existió más allá de la voz de mi madre o de mis noches llenas de terror, era la voz de mi propio miedo. Miedo a lo desconocido, a no poder tragar nunca más, a enfrentarme a lo incierto.

Era el miedo a mi relación con la comida, con mi cuerpo, con lo que se esperaba de mí. «Comer» no era solo un acto físico, sino una batalla emocional, una forma de protegerme, de evitar el castigo, de huir del gato invisible.

La silueta del gato no ha vuelto a parecer o quizás solamente se esconde de vez en cuando en mi garganta.

LA CARICIA

Hacía un calor insoportable, pero no fue eso lo que me despertó. Abrí los ojos en medio de la oscuridad al sentir una caricia en la frente, apenas un roce. Una presión suave, que fue capaz de aumentar mis pulsaciones. Medio dormido pensé que estaba a punto de salir de un mal sueño, pero volvió rápidamente. Lo sentí muchísimo más claro.

La caricia era tierna y a la vez humana. Mi imaginación empezó a volar envuelta en el miedo de que quizás se tratase de alguna sensación fantasma; mi difunta madre o alguna mujer desconocida con dedos largos y fríos. Capaz de estremecer todo mi ser.

Mi cuerpo permanecía quieto, tragué saliva con dificultad y al mantener la respiración, quise ser capaz de escuchar un ruido, un paso, un murmullo que me indicaran que lo que estaba sucediendo podía ser tangible.

Solamente fui capaz de escuchar el bombardeo agitado de mi corazón y de sentir una sudoración exasperante deslizándose sobre todo mi cuerpo.

Me quedé rondando el silencio. Por un momento quise buscar rápidamente las sábanas y cubrir mi cuerpo en busca de refugio, pero tampoco pude. El miedo seguía inmovilizándome y, aquella caricia parecía no querer desaparecer.

Pasaron unos minutos o tal vez horas, y en un acto de valentía, fui capaz de prender la lámpara de mi mesa de noche. La luz fue un golpe en seco.

Levanté la mirada y allí estaba: un almanaque viejo, pegado con cinta scotch en la pared, se había aflojado, y su borde rozaba con suavidad mi frente.

JUEGOS MECÁNICOS



El deseo se parece a una montaña rusa: una mezcla de miedo y placer. 

El viento golpea los rostros, las risas nerviosas se quiebran entre el bullicio, y la sudoración se desborda entre las manos.

Aquel vértigo parece que no se trata del cuerpo, sino del alma. 

Cuando los gritos se evaporan, llega una calma inesperada.

Observo las luces y me adentro en el miedo colectivo, comprendiendo que tal vez sea necesario lanzarse sin pensarlo demasiado y confiar en que la adrenalina, al final, valdrá la pena.


EL JARDÍN DE LAS DELICIAS

El texto de Susana jugaba a las escondidas, ocultándose detrás de su sonrisa y de una mirada que se deslizaba por cada uno de los siete rostros. 

Estaba segura de que aquellas palabras podían ser indescifrables. Lo cierto es que su pensamiento se encontraba mucho más lejos, diluido en la pintura de un tríptico

Aunque ya lo había observado con detenimiento, le fascinaba la idea de que, cada vez, descubría algo nuevo. Como una delicia para el paladar, la imagen se esparcía por su mente, despertando el deseo de descubrir lo perturbador en una obra que resonaba en sus pensamientos y en sus latidos.

Descendió al infierno con aquellas palabras, abrió senderos luminosos, desnudó la humanidad. Cuando las palabras se agotaron, cerró la libreta y recostó su espalda con comodidad en la silla. Era un acertijo difícil de descifrar.

Las manos de Ana permanecían juntas. Por un momento, me dio la impresión de que estaba rezando un Ave María. Con la mirada llena de luz, soltó las palabras precisas:

—No sé por qué, pero me recuerda al Bosco.

Susana respondió con una sonrisa cargada de asombro:

—¡Qué cabrona!

ENTRE LÍNEAS

 

Mi mirada se desplaza,
sin un punto de partida.

Una pintura expresa
una duda sobre el lienzo.

En medio de dos líneas,
una hoja llama mi atención.

¿Por qué hay una hoja,
si todo aquí es geometría:
cuadrados, líneas,
figuras que se pisan, se esconden,
un caos sobre otro,
un pensamiento sin cierre?

Doy un paso hacia atrás.
El cuadro cambia,
las formas toman sentido.

Ya no hay solo trazos:
aparecen personas en fila,
orden en el desorden.

Entonces me detengo.
No sé si observo una forma
o si es mi reflejo el que duda.

Esa hoja,
sola,
sin razón,
permanece.

(Texto sin adjetivos)
Pintura de Pablo Picasso

LENGUAJE

Presiona el lenguaje, aun con tiempo, entre amapolas y quietud.

Presiona el verbo, escarba el sentir, sin decir nada, sin sentir nada.

Honda, convoca, sé una muestra de gratitud, de gracia exasperante.

Asimila los gestos como un número aislado, como un eco en el vientre.

La mirada quieta, el decir al borde.

Acércate al lenguaje, aunque te ahogues, aunque la sensación se
disuelva.

Escribe vida, sé el gozo de la palabra, el hondo sentir, la paz, y la guerra. 

Sé tú entre la tinta, la gratitud y la melancolía. Escribe cuando no pase nada y se desborde todo. 

Sin sentido, sin pausa, sin ganas. Sé gozo, ternura y duda. Sé tú y la tinta en el mundo agrio, escribe y descubre tu sentir.

Ama la tinta y el fuego, pisa las cenizas. Vuela en paz, en medio de las palabras.

MEMORIA

Una palabra se filtra por la ventana. Una luz suave.

La oscuridad permanece en mi rostro, en mis manos. Escucho una melodía lejana.

La palabra «memoria» cobra sentido: ¿Qué debo recordar?

La luz del móvil se enciende. Ilumina mi rostro. 

Aparece un recordatorio: «Toma las pastillas que se encuentran encima del velador».

Me levanto de la cama. Jalo la cortina. La luz ilumina toda la habitación. Una sensación extraña presiona mi pecho. No recuerdo en dónde estoy, ni siquiera sé si puede haber presencias capaces de asustarme. Salgo en busca de respuestas.

En las escaleras, una niña me sonríe. Me abraza, sus brazos rodean mis piernas. Nuevamente, me siento extraño, parece que me conoce.

Hay personas sentadas alrededor de una mesa, me sonríen y me siento incómodo. He olvidado mi nombre. No creo poder presentarme. 

Los observo con curiosidad y sus sonrisas parecen no querer desvanecerse, me siento a gusto. 

Trato de buscar nuevamente aquella palabra que es capaz de filtrarse por la ventana, pero todo el espacio está iluminado. Decido volver a la habitación. Encima de las pastillas, hay una pequeña nota: «Tienes Alzheimer, papá, toma la medicina y baja cuando te sientas listo».

Me quedo pensativo. Quizás lo importante no sea recordar, sino poder sentirme a gusto con aquellas presencias capaces de sonreírme.  

(Ejercicio de texto, frases cortas. Mayo 2025)

ESCRIBIR

Escribir es regresar al lugar de la catástrofe,

para pisotear las cenizas o revivir el fuego. 


Escribir no siempre sana; también hiere


Escribir abre heridas


Escribir es cuidar la historia, 

defender y odiar a los personajes. 


Escribir es como jugar a las escondidas

puedes llevarte un gran susto cuando relees.

Olvidas el juego en unos días. 


Escribir es saber que del otro lado no hay nadie.


Escribir es buscar contención en la hoja en blanco.


Escribir es renunciar a lo que fuiste.


Escribiendo también callas, omites, existe el mejor no. 

LIRIOS DEL CAMPO



El mes pasado me obsequié un ramo de Lirios del campo (Astromelias), y aunque por años he sostenido la idea de que un ramo de flores es un pésimo presente, no pude huir de aquel acto.

Las compré fuera del cementerio, como si les hubiera propuesto otro destino. Me dijeron que les eche unas gotas de lejía, para que duren más. Pedí prestado un florero y las observé detenidamente, cuestionándome cuántas veces había sido capaz de ignorar su belleza.

Lo cierto es que a la semana, empezaron a caer los pétalos, sentí como si el otoño hubiera llegado, aunque el intenso y pequeño rayo de sol que se filtraba por la ventana, me indicaba duramente que recién había comenzado el verano.

Fui testigo de aquella fragilidad y bastó para prometerme, no volver a obsequiarme flores.