Amar la soledad intacta,
18/09/1992
Como si mi mirada pudiese
traspasar los objetos, busco mi chompa con prisa. Envuelta en el deseo de
querer rozar nuevamente mi piel en su textura. ¿Cuándo la vi por última vez?
Con la maleta en el suelo, mis
manos se convierten en una danza llena de gracia. La ropa sale como si
estuviera recitando un poema, y mis manos fueran las palabras. Experimento el
vacío y la belleza del gesto.
Pregunto a mis familiares si la
han visto. Tal vez alguien la robó del tendedero, observo a los vecinos con
recelo, pero... ¿una chompa? Quizá en ella encontraron lo mismo que yo: abrigo,
ligereza y esa extraña comodidad que experimenté en su abrigo.
Mi mirada se desliza sobre el mar, como un deseo mudo,
un estar a los pies de la belleza, del vaivén de las olas.
La soledad se disuelve, la brisa abriga:
un estar en el mundo, para el mundo.
Sintiéndome. Abrazándome.
Recurrí a terapia por aquella ansiedad que se encondía en mi garganta, no podía tragar. Los alimentos circulaban con facilidad por mi boca, pero no podía pasarlos. Estuve por dos largos años sujetando aquel terrible miedo de que pronto moriría atragantada, envuelta en pánico y en medio de un acto tan básico como es alimentarse.
Aquel pánico envolvió mi esencia
con facilidad. Llegué al punto en el que ni siquiera podía tomar agua. Mi
garganta estaba cerrada, aterrorizada y me sentía culpable.
Culpable porque durante toda mi
adolescencia yo me encargaba de que los alimentos salieran de mi estómago con
facilidad; al introducir mi dedo índice y medio con énfasis o simplemente,
dejando de comer. Es el karma, me repetía. Mientras sujetaba mi cuerpo,
envuelto en tristeza y desesperanza.
El psicólogo examinó mi infancia:
—¿Cuándo has sentido miedo por
primera vez?
Le respondí que no lo recordaba.
Intenté soltar su mano con total desprecio, pero él fue capaz de sujetarla y presionarla
sobre mis recuerdos:
—Cuando era pequeña, dormía en
medio de mis hermanos mayores. Por las noches despertaba con miedo. Buscaba con
la mirada algún espacio de la habitación que me brindara confianza, pero, por
el contrario. Terminaba por ver la silueta de un gato que no se movía, muy
cerca de la ventana.
Entonces bajaba de la cama en
total silencio e iba a buscar a mi padre: «papi, papi, tengo mucho miedo». Mi
padre ni siquiera me hablaba, se levantaba de la cama, me abrazaba y me llevaba
de la mano hacia la habitación, para terminar por dormir con nosotros».
—¿Le tienes miedo a los gatos? —me
preguntó el psicólogo.
—No, de hecho, tuve un gato
llamado Tulú y lo amaba.
Su mano seguía presionando mis
recuerdos:
—Cuando era más pequeña, mi
mamá me decía: «Si no comes, va a venir el gato… miau, miau». La advertencia de
su voz era clara, pero lo que me aterraba era la amenaza detrás de esa frase.
Si no comía, si no terminaba la comida en mi plato, el gato vendría. ¿Y qué
hacía el gato? No lo sabía, pero el simple hecho de que ella lo mencionara, me
aterraba. Así que comía con prisa, para evitar que el gato me alcanzara.
El psicólogo me hizo entender
que, quizás, ese miedo no venía solo de un gato real. Había algo más detrás de
esas noches en que no podía dormir tranquila. Ese gato, que nunca existió más
allá de la voz de mi madre o de mis noches llenas de terror, era la voz de mi
propio miedo. Miedo a lo desconocido, a no poder tragar nunca más, a
enfrentarme a lo incierto.
Era el miedo a mi relación con la
comida, con mi cuerpo, con lo que se esperaba de mí. «Comer» no era solo un
acto físico, sino una batalla emocional, una forma de protegerme, de evitar el
castigo, de huir del gato invisible.
La silueta del gato no ha vuelto
a parecer o quizás solamente se esconde de vez en cuando en mi garganta.
Hacía un calor insoportable, pero no fue eso lo que me despertó. Abrí los ojos en medio de la oscuridad al sentir una caricia en la frente, apenas un roce. Una presión suave, que fue capaz de aumentar mis pulsaciones. Medio dormido pensé que estaba a punto de salir de un mal sueño, pero volvió rápidamente. Lo sentí muchísimo más claro.
La caricia era tierna y a la vez
humana. Mi imaginación empezó a volar envuelta en el miedo de que quizás se
tratase de alguna sensación fantasma; mi difunta madre o alguna mujer
desconocida con dedos largos y fríos. Capaz de estremecer todo mi ser.
Mi cuerpo permanecía quieto,
tragué saliva con dificultad y al mantener la respiración, quise ser capaz de
escuchar un ruido, un paso, un murmullo que me indicaran que lo que estaba
sucediendo podía ser tangible.
Solamente fui capaz de escuchar
el bombardeo agitado de mi corazón y de sentir una sudoración exasperante
deslizándose sobre todo mi cuerpo.
Me quedé rondando el silencio.
Por un momento quise buscar rápidamente las sábanas y cubrir mi cuerpo en busca
de refugio, pero tampoco pude. El miedo seguía inmovilizándome y, aquella
caricia parecía no querer desaparecer.
Pasaron unos minutos o tal vez
horas, y en un acto de valentía, fui capaz de prender la lámpara de mi mesa de
noche. La luz fue un golpe en seco.
Levanté la mirada y allí estaba:
un almanaque viejo, pegado con cinta scotch en la pared, se había aflojado, y
su borde rozaba con suavidad mi frente.
Descendió al infierno con
aquellas palabras, abrió senderos luminosos, desnudó la humanidad. Cuando las
palabras se agotaron, cerró la libreta y recostó su espalda con comodidad en la
silla. Era un acertijo difícil de descifrar.
Las manos de Ana permanecían
juntas. Por un momento, me dio la impresión de que estaba rezando un Ave María.
Con la mirada llena de luz, soltó las palabras precisas:
—No sé por qué, pero me recuerda
al Bosco.
Susana respondió con una sonrisa
cargada de asombro:
—¡Qué cabrona!
Presiona el verbo, escarba el sentir, sin decir nada, sin sentir nada.
Honda, convoca, sé una muestra de gratitud, de gracia exasperante.
Asimila los gestos como un número aislado, como un eco en el vientre.
La mirada quieta, el decir al borde.
Escribe vida, sé el gozo de la palabra, el hondo sentir, la paz, y la guerra.
Sé tú entre la tinta, la gratitud y la melancolía. Escribe cuando no pase nada y se desborde todo.
Sin sentido, sin pausa, sin ganas. Sé gozo, ternura y duda. Sé tú y la tinta en el mundo agrio, escribe y descubre tu sentir.
Ama la tinta y el fuego, pisa las cenizas. Vuela en paz, en medio de las palabras.
La oscuridad permanece en mi rostro, en mis manos. Escucho una melodía lejana.
La palabra «memoria» cobra sentido: ¿Qué debo recordar?
La luz del móvil se enciende.
Ilumina mi rostro.
Aparece un recordatorio: «Toma las pastillas que se encuentran encima del velador».
Me levanto de la cama. Jalo la
cortina. La luz ilumina toda la habitación. Una sensación extraña presiona mi
pecho. No recuerdo en dónde estoy, ni siquiera sé si puede haber presencias
capaces de asustarme. Salgo en busca de respuestas.
En las escaleras, una niña me sonríe. Me abraza, sus brazos rodean mis piernas. Nuevamente, me siento extraño, parece que me conoce.
Hay personas sentadas alrededor
de una mesa, me sonríen y me siento incómodo. He olvidado mi nombre. No creo
poder presentarme.
Los observo con curiosidad y sus
sonrisas parecen no querer desvanecerse, me siento a gusto.
Trato de buscar nuevamente aquella palabra que es capaz de filtrarse por la ventana, pero todo el espacio está iluminado. Decido volver a la habitación. Encima de las pastillas, hay una pequeña nota: «Tienes Alzheimer, papá, toma la medicina y baja cuando te sientas listo».
Me quedo pensativo. Quizás lo importante no sea recordar, sino poder sentirme a gusto con aquellas presencias capaces de sonreírme.
(Ejercicio de texto, frases cortas. Mayo 2025)
para pisotear las cenizas o revivir el fuego.
Escribir no siempre sana; también hiere.
Escribir abre heridas.
Escribir es cuidar la historia,
defender y odiar a los personajes.
Escribir es como jugar a las escondidas,
puedes llevarte un gran susto cuando relees.
Olvidas el juego en unos días.
Escribir es saber que del otro lado no hay nadie.
Escribir es buscar contención en la hoja en blanco.
Escribir es renunciar a lo que fuiste.
Escribiendo también callas, omites, existe el mejor no.