El texto de Susana jugaba a las
escondidas, ocultándose detrás de su sonrisa y de una mirada que se deslizaba
por cada uno de los siete rostros.
Estaba segura de que aquellas palabras
podían ser indescifrables. Lo cierto es que su pensamiento se encontraba mucho
más lejos, diluido en la pintura de un tríptico.
Aunque ya lo había observado
con detenimiento, le fascinaba la idea de que, cada vez, descubría algo nuevo.
Como una delicia para el paladar, la imagen se esparcía por su mente,
despertando el deseo de descubrir lo perturbador en una obra que resonaba en sus
pensamientos y en sus latidos.
Descendió al infierno con
aquellas palabras, abrió senderos luminosos, desnudó la humanidad. Cuando las
palabras se agotaron, cerró la libreta y recostó su espalda con comodidad en la
silla. Era un acertijo difícil de descifrar.
Las manos de Ana permanecían
juntas. Por un momento, me dio la impresión de que estaba rezando un Ave María.
Con la mirada llena de luz, soltó las palabras precisas:
—No sé por qué, pero me recuerda
al Bosco.
Susana respondió con una sonrisa
cargada de asombro:
—¡Qué cabrona!
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