El deseo se parece a una montaña
rusa: una mezcla de miedo y placer.
El viento golpea los rostros, las risas
nerviosas se quiebran entre el bullicio, y la sudoración se desborda entre las
manos.
Aquel vértigo parece que no se trata del cuerpo, sino del alma.
Cuando los gritos se evaporan, llega una calma
inesperada.
Observo las luces y me adentro en
el miedo colectivo, comprendiendo que tal vez sea necesario lanzarse sin
pensarlo demasiado y confiar en que la adrenalina, al final, valdrá la pena.
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