LA CARICIA

Hacía un calor insoportable, pero no fue eso lo que me despertó. Abrí los ojos en medio de la oscuridad al sentir una caricia en la frente, apenas un roce. Una presión suave, que fue capaz de aumentar mis pulsaciones. Medio dormido pensé que estaba a punto de salir de un mal sueño, pero volvió rápidamente. Lo sentí muchísimo más claro.

La caricia era tierna y a la vez humana. Mi imaginación empezó a volar envuelta en el miedo de que quizás se tratase de alguna sensación fantasma; mi difunta madre o alguna mujer desconocida con dedos largos y fríos. Capaz de estremecer todo mi ser.

Mi cuerpo permanecía quieto, tragué saliva con dificultad y al mantener la respiración, quise ser capaz de escuchar un ruido, un paso, un murmullo que me indicaran que lo que estaba sucediendo podía ser tangible.

Solamente fui capaz de escuchar el bombardeo agitado de mi corazón y de sentir una sudoración exasperante deslizándose sobre todo mi cuerpo.

Me quedé rondando el silencio. Por un momento quise buscar rápidamente las sábanas y cubrir mi cuerpo en busca de refugio, pero tampoco pude. El miedo seguía inmovilizándome y, aquella caricia parecía no querer desaparecer.

Pasaron unos minutos o tal vez horas, y en un acto de valentía, fui capaz de prender la lámpara de mi mesa de noche. La luz fue un golpe en seco.

Levanté la mirada y allí estaba: un almanaque viejo, pegado con cinta scotch en la pared, se había aflojado, y su borde rozaba con suavidad mi frente.

JUEGOS MECÁNICOS



El deseo se parece a una montaña rusa: una mezcla de miedo y placer. 

El viento golpea los rostros, las risas nerviosas se quiebran entre el bullicio, y la sudoración se desborda entre las manos.

Aquel vértigo parece que no se trata del cuerpo, sino del alma. 

Cuando los gritos se evaporan, llega una calma inesperada.

Observo las luces y me adentro en el miedo colectivo, comprendiendo que tal vez sea necesario lanzarse sin pensarlo demasiado y confiar en que la adrenalina, al final, valdrá la pena.


EL JARDÍN DE LAS DELICIAS

El texto de Susana jugaba a las escondidas, ocultándose detrás de su sonrisa y de una mirada que se deslizaba por cada uno de los siete rostros. 

Estaba segura de que aquellas palabras podían ser indescifrables. Lo cierto es que su pensamiento se encontraba mucho más lejos, diluido en la pintura de un tríptico

Aunque ya lo había observado con detenimiento, le fascinaba la idea de que, cada vez, descubría algo nuevo. Como una delicia para el paladar, la imagen se esparcía por su mente, despertando el deseo de descubrir lo perturbador en una obra que resonaba en sus pensamientos y en sus latidos.

Descendió al infierno con aquellas palabras, abrió senderos luminosos, desnudó la humanidad. Cuando las palabras se agotaron, cerró la libreta y recostó su espalda con comodidad en la silla. Era un acertijo difícil de descifrar.

Las manos de Ana permanecían juntas. Por un momento, me dio la impresión de que estaba rezando un Ave María. Con la mirada llena de luz, soltó las palabras precisas:

—No sé por qué, pero me recuerda al Bosco.

Susana respondió con una sonrisa cargada de asombro:

—¡Qué cabrona!