Recurrí a terapia por aquella
ansiedad que se encondía en mi garganta, no podía tragar. Los alimentos
circulaban con facilidad por mi boca, pero no podía pasarlos. Estuve por dos
largos años sujetando aquel terrible miedo de que pronto moriría atragantada,
envuelta en pánico y en medio de un acto tan básico como es alimentarse.
Aquel pánico envolvió mi esencia
con facilidad. Llegué al punto en el que ni siquiera podía tomar agua. Mi
garganta estaba cerrada, aterrorizada y me sentía culpable.
Culpable porque durante toda mi
adolescencia yo me encargaba de que los alimentos salieran de mi estómago con
facilidad; al introducir mi dedo índice y medio con énfasis o simplemente,
dejando de comer. Es el karma, me repetía. Mientras sujetaba mi cuerpo,
envuelto en tristeza y desesperanza.
El psicólogo examinó mi infancia:
—¿Cuándo has sentido miedo por
primera vez?
Le respondí que no lo recordaba.
Intenté soltar su mano con total desprecio, pero él fue capaz de sujetarla y presionarla
sobre mis recuerdos:
—Cuando era pequeña, dormía en
medio de mis hermanos mayores. Por las noches despertaba con miedo. Buscaba con
la mirada algún espacio de la habitación que me brindara confianza, pero, por
el contrario. Terminaba por ver la silueta de un gato que no se movía, muy
cerca de la ventana.
Entonces bajaba de la cama en
total silencio e iba a buscar a mi padre: «papi, papi, tengo mucho miedo». Mi
padre ni siquiera me hablaba, se levantaba de la cama, me abrazaba y me llevaba
de la mano hacia la habitación, para terminar por dormir con nosotros».
—¿Le tienes miedo a los gatos? —me
preguntó el psicólogo.
—No, de hecho, tuve un gato
llamado Tulú y lo amaba.
Su mano seguía presionando mis
recuerdos:
—Cuando era más pequeña, mi
mamá me decía: «Si no comes, va a venir el gato… miau, miau». La advertencia de
su voz era clara, pero lo que me aterraba era la amenaza detrás de esa frase.
Si no comía, si no terminaba la comida en mi plato, el gato vendría. ¿Y qué
hacía el gato? No lo sabía, pero el simple hecho de que ella lo mencionara, me
aterraba. Así que comía con prisa, para evitar que el gato me alcanzara.
El psicólogo me hizo entender
que, quizás, ese miedo no venía solo de un gato real. Había algo más detrás de
esas noches en que no podía dormir tranquila. Ese gato, que nunca existió más
allá de la voz de mi madre o de mis noches llenas de terror, era la voz de mi
propio miedo. Miedo a lo desconocido, a no poder tragar nunca más, a
enfrentarme a lo incierto.
Era el miedo a mi relación con la
comida, con mi cuerpo, con lo que se esperaba de mí. «Comer» no era solo un
acto físico, sino una batalla emocional, una forma de protegerme, de evitar el
castigo, de huir del gato invisible.
La silueta del gato no ha vuelto
a parecer o quizás solamente se esconde de vez en cuando en mi garganta.