BUSCAR

 

Como si mi mirada pudiese traspasar los objetos, busco mi chompa con prisa. Envuelta en el deseo de querer rozar nuevamente mi piel en su textura. ¿Cuándo la vi por última vez?

Con la maleta en el suelo, mis manos se convierten en una danza llena de gracia. La ropa sale como si estuviera recitando un poema, y mis manos fueran las palabras. Experimento el vacío y la belleza del gesto.

Pregunto a mis familiares si la han visto. Tal vez alguien la robó del tendedero, observo a los vecinos con recelo, pero... ¿una chompa? Quizá en ella encontraron lo mismo que yo: abrigo, ligereza y esa extraña comodidad que experimenté en su abrigo.

CONTEMPLAR

 

Mi mirada se desliza sobre el mar, como un deseo mudo,

un estar a los pies de la belleza, del vaivén de las olas.
La soledad se disuelve, la brisa abriga:
un estar en el mundo, para el mundo.
Sintiéndome. Abrazándome.

EL GATO

Recurrí a terapia por aquella ansiedad que se encondía en mi garganta, no podía tragar. Los alimentos circulaban con facilidad por mi boca, pero no podía pasarlos. Estuve por dos largos años sujetando aquel terrible miedo de que pronto moriría atragantada, envuelta en pánico y en medio de un acto tan básico como es alimentarse.

Aquel pánico envolvió mi esencia con facilidad. Llegué al punto en el que ni siquiera podía tomar agua. Mi garganta estaba cerrada, aterrorizada y me sentía culpable. 

Culpable porque durante toda mi adolescencia yo me encargaba de que los alimentos salieran de mi estómago con facilidad; al introducir mi dedo índice y medio con énfasis o simplemente, dejando de comer. Es el karma, me repetía. Mientras sujetaba mi cuerpo, envuelto en tristeza y desesperanza. 

El psicólogo examinó mi infancia:

—¿Cuándo has sentido miedo por primera vez?

Le respondí que no lo recordaba. Intenté soltar su mano con total desprecio, pero él fue capaz de sujetarla y presionarla sobre mis recuerdos:

—Cuando era pequeña, dormía en medio de mis hermanos mayores. Por las noches despertaba con miedo. Buscaba con la mirada algún espacio de la habitación que me brindara confianza, pero, por el contrario. Terminaba por ver la silueta de un gato que no se movía, muy cerca de la ventana.

Entonces bajaba de la cama en total silencio e iba a buscar a mi padre: «papi, papi, tengo mucho miedo». Mi padre ni siquiera me hablaba, se levantaba de la cama, me abrazaba y me llevaba de la mano hacia la habitación, para terminar por dormir con nosotros».

­­—¿Le tienes miedo a los gatos? —me preguntó el psicólogo.

­­—No, de hecho, tuve un gato llamado Tulú y lo amaba. 

Su mano seguía presionando mis recuerdos:

­­—Cuando era más pequeña, mi mamá me decía: «Si no comes, va a venir el gato… miau, miau». La advertencia de su voz era clara, pero lo que me aterraba era la amenaza detrás de esa frase. Si no comía, si no terminaba la comida en mi plato, el gato vendría. ¿Y qué hacía el gato? No lo sabía, pero el simple hecho de que ella lo mencionara, me aterraba. Así que comía con prisa, para evitar que el gato me alcanzara.

El psicólogo me hizo entender que, quizás, ese miedo no venía solo de un gato real. Había algo más detrás de esas noches en que no podía dormir tranquila. Ese gato, que nunca existió más allá de la voz de mi madre o de mis noches llenas de terror, era la voz de mi propio miedo. Miedo a lo desconocido, a no poder tragar nunca más, a enfrentarme a lo incierto.

Era el miedo a mi relación con la comida, con mi cuerpo, con lo que se esperaba de mí. «Comer» no era solo un acto físico, sino una batalla emocional, una forma de protegerme, de evitar el castigo, de huir del gato invisible.

La silueta del gato no ha vuelto a parecer o quizás solamente se esconde de vez en cuando en mi garganta.